La imposible transición ecológica (bajo el capitalismo)
Manuel Garí-Viento Sur
Las gentes racionales y sin apego a los dividendos de las eléctricas, gasísticas y petroleras podemos convenir en primer lugar que la transición ecológica es urgente y necesaria para el futuro de la vida en el planeta y que la clave para desencadenar el proceso es asegurar la transición energética desde un modelo carbonizado y despilfarrador a otro basado en los pilares del ahorro y la eficiencia, las energías limpias renovables y el decreciente uso de materiales y energía. En segundo lugar podemos acordar que la cuestión de la energía es estratégica. Y, finalmente, no es una hipérbole que califiquemos al actual modo de producción de capitalismo petrolero. Vivimos en sociedades y economías basadas en el carbono.
El despegue y extensión del capitalismo industrial sería inexplicable sin la utilización de la fuerza del vapor, la explotación del carbón y los descubrimientos de yacimientos y uso de petróleo y gas. Tanto la industria y la agricultura como el transporte o la vida cotidiana experimentaron una revolución, particularmente cuando proliferaron y extendieron las aplicaciones de la electricidad. La producción generalizada de mercancías y su colocación en los mercados internacionales han dependido directamente de la evolución de la carbonización de la economía. En ese modelo productivo y de transporte la globalización capitalista ha encontrado un acelerador excepcional.
El modelo energético es el paradigma del conjunto del modelo productivo creado por el capitalismo. Ambos son la viva imagen de un Pantagruel digno de su padre Gargantúa, insaciable y varado que requiere ingentes cantidades de recursos/materias primas/energía como inputs para alimentar un proceso productivo plagado de riesgos y altamente ineficiente: sus outputs están compuestos por los bienes y servicios -algunos perfectamente prescindibles o nocivos-, pero también por un gran volumen de residuos (deshechos), emisiones y vertidos que en buena parte son tóxicos y peligrosos por su impacto sobre las diferentes formas de vida y por no poder ser metabolizados por la naturaleza.
Estas son las características del modelo de producción lineal que no cierra los ciclos. En relación con el tema que nos ocupa, dada la intensidad energética que requieren sus técnicas y procedimientos y la baja eficacia en términos materiales, el modelo muestra una gran voracidad energética, dado que tanto en la producción como en el consumo hay un despilfarro suicida.
Cabe preguntarse ¿el 100 por 100 renovables es la solución a los problemas energéticos sin reducir la demanda? ¿Es factible desarrollarlas a tiempo para evitar el abismo climático? ¿Cuánta energía sucia es necesaria para construir la limpia? ¿Hay materiales suficientes? ¿Puede cambiarse el modelo energético sin expropiar a los oligopolios? ¿Es compatible una reconversión ecológico-energética en un sistema económico basado en la realización de la ganancia privada? ¿Es compatible mantener el nivel actual de intensidad energética con una sociedad en armonía con la naturaleza? Estas no son preguntas retóricas sino auténticos dilemas civilizatorios en la encrucijada actual.
Y forman parte de las antinomias, paradojas y contradicciones actuales del sistema social y económico del capitalismo global en sus diferentes latitudes y versiones que no sólo tiene en común un modo de producción que comporta unas relaciones sociales basadas en la desigualdad en la apropiación del producto del trabajo, sino también un modelo productivo (cómo se hacen las cosas) depredador, contaminante e ineficiente desde el punto de vista de los recursos y el equilibrio de la biosfera. No exageramos si afirmamos que la historia del modelo energético carbonizado es la historia del lucro, los expolios y las guerras del siglo XIX, pero sobre todo del XX y del actual.
La economía política de la energía
El orden energético mundial se ha articulado mediante una compleja alianza de las empresas multinacionales y los gobiernos de los países imperialistas con los gobernantes de los territorios que poseen reservas de petróleo, gas o carbón.
Se ha organizado un modelo de negocio basado en la finitud de los yacimientos y en su aleatoria y desigual distribución territorial; es decir, basado en la gestión de una nueva modalidad de renta ricardiana justificada ideológicamente por el relato de la escasez. Es eso lo que explica que, si bien hay sectores del capital que buscan los nichos de negocio de las energías renovables conservando el control privado del proceso, la apuesta energética estratégica del capitalismo sigue siendo la de los combustibles fósiles.
El gran capital es contrario al abaratamiento de los precios que suponen las fuentes renovables a medio plazo y al acortamiento de la secuencia extracción, transporte, procesamiento del combustible fósil y distribución, pues cada fase es una fuente de ganancia que sería puesta en cuestión por la más corta cadena de valor de las renovables. Especialmente la de la generación eléctrica distribuida que permite a las poblaciones, comunidades y personas gestionar directamente la energía que necesitan para sus necesidades básicas.
La opción hegemónica del capitalismo es una huida hacia adelante suicida: seguir con unas explotaciones cada vez más caras y con menor retorno energético y la puesta en funcionamiento de métodos tan nocivos como el fracking para apurar la extracción, mediante la ruptura hidráulica, de los combustibles fósiles que impregnan las arenas, y, lo que es peor si cabe, las irresponsables prospecciones árticas, aprovechando el deshielo fruto del calentamiento.
Los vaivenes de la competencia entre los principales Estados implicados y la guerra de los precios, así como buena parte de los conflictos bélicos durante los siglos XX y XXI, tienen su inmediato origen en la batalla por la hegemonía energética, por la apropiación y control de todos los segmentos de la cadena de valor a fin de determinar el reparto de las rentas. Esta cuestión forma parte del núcleo duro de la naturaleza, la historia y la evolución del imperialismo y de las contradicciones interimperialistas.
Y, desgraciadamente, explican la razón última de la geopolítica (el caso de la guerra de Putin en Ucrania y la reacción de las potencias occidentales es un buen ejemplo) y de las intervenciones militares de EE UU y otras potencias en Oriente Medio, a cuyos pueblos han sometido a un sufrimiento indecible, a interminables y crueles guerras, a migraciones masivas y a la destrucción de sus ciudades y riquezas. En nombre de los intereses occidentales el imperialismo ha robado la soberanía de esos pueblos, les mantiene sometidos a dictaduras, a la pobreza, a la inseguridad y la inestabilidad permanentes.
La Unión Europea (UE) lleva años impulsando la liberalización y transferencia de la propiedad de todo el sistema energético y eléctrico a manos del capital privado. Ello ha provocado la aparición y consolidación de productores y mercados oligopólicos y no, como decían perseguir, una proliferación de empresas compitiendo por ofrecer mejores precios y servicios. Ese oligopolio abarca la cadena importación, extracción, transformación, generación, transporte/transmisión y comercialización en el conjunto de la UE y en cada país miembro.
En el caso de la electricidad dominan los mercados mayoristas y minoristas, detentan la parte del león de la capacidad instalada y el total de la energía generada, distribuida (con gran control sobre las redes) y vendida. Es uno de los escenarios más completos de connivencia entre poderes económicos y élites políticas cuya mejor expresión es el impúdico funcionamiento de las puertas giratorias entre ministerios y consejos de administración para ex gobernantes. Escenario que ha mostrado su gran debilidad a raíz de la guerra de Ucrania.
El caso español no es una excepción, pues su sistema energético y eléctrico están totalmente controlados y al servicio del oligopolio (Garí, García Breva, María-Tomé y Morales, 2013). Todo el mercado eléctrico está concebido para preservar sus intereses. El conjunto de las grandes empresas energéticas españolas, tanto las que tienen relación con la generación de electricidad como las que no, han experimentado un fuerte proceso de internacionalización mediante su presencia en numerosos países que las ha convertido en transnacionales y también de interpenetración con otras empresas del sector y con los distintos dispositivos, operadores y mercados del sistema financiero español e internacional.
El funcionamiento del oligopolio energético
Tal como plantea el premio Pulitzer Daniel Yergin (1992) el poder actual de Estados Unidos se basó en la concentración de la industria extractora y refinadora del petróleo. Asimismo, inmediatamente, el negocio energético se articuló a escala internacional en torno a grandes empresas que tendieron a funcionar como un oligopolio con una impronta monopolista en la práctica.
Hecho que llevó al magnate Enrico Mattei, presidente de ENI (el ente nacional italiano de hidrocarburos) a denunciar en los años sesenta que esas empresas energéticas del momento, a las que denominó las “siete hermanas”, tendían a la cartelización en abierta oposición a la proclamada libre competencia. En 1944, años antes, Karl Polanyi (2016, p. 138) había indicado que “La posibilidad de que la competencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente”.
Tres problemas se relacionan generalmente con esto: el problema del mercado de las materias primas y de la fuerza de trabajo; el problema de los nuevos campos para la inversión de capitales; y finalmente el problema del mercado. Esta triada nos permite, abordar mejor el funcionamiento de la economía de mercado, incluida la energética. Es la que explica que se privaticen patrimonio y bienes comunes, que actividades que podrían realizarse de forma eficiente y barata en cooperación se monopolicen y que el modelo técnico que se adopte sea siempre el de la gran instalación porque ello facilita todo lo anterior.
Para comprender mejor el continuum calentamiento/modelo energético/sistema eléctrico no basta con el debate sobre las tecnologías a abandonar y las tecnologías a desarrollar. También hay que abordar el marco en el que aparecen los problemas y las alternativas, por lo que hay que desentrañar algunos elementos de la estructura oligopólica que controla toda la cadena de valor: extracción de carbón, petróleo y gas; refino y otros procesamientos; transporte de materia prima, productos semielaborados y elaborados en diversas fases, generación eléctrica, trasmisión y comercialización.
El oligopolio se impuso en el mundo de la energía y, particularmente, en el de la electricidad, que como bien/mercancía, tiene unas características físicas y técnicas que facilitan que o bien sea controlado por la sociedad mediante la propiedad pública y social o bien caiga en manos de grandes empresas oligopólicas que en la práctica funcionan como monopolios.
La electricidad juega un papel estratégico en múltiples procesos productivos, en los nuevos despliegues de la electrónica, la robótica y las telecomunicaciones y, por supuesto, en equipos de uso privado como los electrodomésticos o en la iluminación pública y privada. Posee homogeneidad en términos físicos, con independencia de la fuente empleada en su generación.
Pero no se puede almacenar, lo que exige una planificación continuada y previsión de futuro, así como establecer mecanismos de transporte ágiles que permitan poner en relación necesidades y oferta en diferentes momentos horarios, para diferentes demandantes y requerimientos en cuanto a los volúmenes y aplicaciones; y, por tanto, hay partes de la cadena de valor que presionan hacia lo que se conoce como monopolio natural. Ello presenta posibilidades y retos para las alternativas ecosocialistas, pero de momento es fuente de ganancia privada.
¿Oligopolios? O realmente son monopolios
A efectos de su lucha por el control de los mercados, las empresas energéticas y eléctricas no funcionan de forma diferente a otros sectores oligopólicos. Las grandes empresas a realizar un doble movimiento: por una parte potenciar la integración vertical, que permite economías de escala y ventajas tecnológicas, y, por otra, evitar al máximo el choque de trenes de la competencia mediante acuerdos entre corporaciones sobre precios, reparto de mercados, asignación pactada de cuotas en los mismos y otros consensos intercorporaciones para lograr que la distancia entre ingresos y costes empresariales sea lo mayor posible y posibilite la realización de beneficios extraordinarios de forma continuada.
Alternativas y planificación
Las claves del cambio de modelo energético son la combinación de las siguientes acciones: dejar bajo tierra las existencias de petróleo, gas y carbón; impulsar el ahorro de energía; electrificar los transportes y el conjunto de la actividad productiva demandante de energía; cambiar de fuentes sustituyendo los combustibles fósiles y nucleares por las renovables (solar, eólica, geotérmica, mareomotriz, etc.).
Con especial desarrollo de la generación distribuida y de los sistemas de producción, transporte y distribución energéticos de propiedad pública y social en un modelo que tenga en cuenta tanto la dimensión de coordinación de recursos para posibilitar sinergias y ahorros, como la de la descentralización para acercar las decisiones a las personas y comunidades en sus facetas de productores y consumidores, para poder impulsar la soberanía y la democracia en los asuntos del fuego que calienta la tribu.
En resumen, se trata de reducir drásticamente el uso de energía y que esta sea de fuentes renovables de propiedad común. La magnitud del reto de abandonar bajo tierra las reservas de combustibles fósiles, significa renunciar al 80% de las existencias de carbón conocidas, el 33% del total de existencias de petróleo conocidas (agotadas o por explotar) y al 50% de las existencias inventariadas (agotadas o por explotar) lo que equivale a renunciar al 80% de las rentas fósiles estimadas sin realizar todavía.
Todo ello nos remite a otra cuestión: el marco en el que se puede dar esa opción ecológica exige un sociedad justa e igualitaria para evitar las guerra por un bien escaso: la energía; una sociedad capaz de generar un nuevo modo de vida con valores y cultura alternativos al del lucro individualista; el acceso a los puestos de trabajo y a los bienes y servicios que permita la pacificación del compulsivo consumismo y de los desplazamientos laborales o de ocio, que comporta una profunda reorganización del territorio al servicio de la población frente a la especulación y un acceso universal a los bienes culturales que no exijan necesariamente la movilidad; y si se tuviera que dar, que lo sea mediante medios que minimicen la huella de carbono.
En cualquier caso, el futuro modelo energético no podrá ni deberá mantener un nivel de oferta tal que sirva de motor para un crecimiento económico sin fin como el actual. Por ello resulta ingenua e inane la propuesta del New Green Deal que intenta servir a dos señores: descarbonización y ganancia del capital, porque el reto de la transición energética es imposible abordarlo sin tocar las bases del funcionamiento y dominación del capital, de la propiedad de recursos y medios y, por ende, del entramado institucional estatal a su servicio, que ni es neutro ni sirve para otro fin distinto que para el que se creó.
Tanto abandonar el uso de combustibles fósiles como el despliegue de un nuevo modelo exigen grandes inversiones por parte de los poderes públicos; porque el capital privado no lo va a realizar. Pero también la expropiación de los medios y activos del oligopolio exige una decisión política hercúlea frente a los movimientos financieros y de todo tipo, sin excluir la violencia, que desatarán los poderes fácticos del capital. Nadie nos exime de poner a prueba nuestra apuesta por las renovables.
Diseñar un mix energético de fuentes renovables capaz de atender las necesidades de una sociedad industrial sustentable, en el caso de superar el hándicap de las limitadas reservas de litio, níquel y neodimio, el problema se plantearía en otro terreno, el económico y político, porque “ello sólo sería posible con una ingente reorientación del esfuerzo inversor (digámoslo claramente: un esfuerzo incompatible con la organización de las prioridades privadas de inversión bajo el capitalismo), y se llegaría a una situación de generación estacionaria de energía (básicamente electricidad), situación incompatible con la continuación del crecimiento socioeconómico exponencial de los últimos decenios” (Riechmann, 2018).
A lo que hay que añadir, como calcula Antonio Turiel que en el caso español sustituir los aproximadamente seis exajulios de energía primaria usada anualmente en España por fuentes renovables implicaría instalar un terawatio eléctrico. De modo que las necesidades de capital de esta transformación se elevarían a 4,12 billones dólares: tres veces el PIB de España. Si lo extrapolamos a escala mundial estas afirmaciones son demoledoras para el optimismo tecnológico auspiciado desde las élites del capitalismo.
Demoledoras para quienes se contentan con medidas de mercado como los cambios en la fiscalidad para influir en los precios e influir en los consumidores pues el tiempo urge y esas medidas de tener efecto es limitado y a largo plazo. Y demoledoras para quienes defienden un Nuevo Pacto Social-Verde haciendo caso omiso de que la contraparte -el capital- no está en absoluto interesado en el mismo. Afirmaciones demoledoras, en definitiva, para quienes pretenden realizar una transición energética incolora e indolora exenta de conflicto, del conflicto ligado a las formas que adopta la vieja lucha de clases en la actualidad.
Si el razonamiento económico introduce la necesidad de que los fines y medios se decidan democráticamente frente a la dictadura de los mercados, articular esa voluntad popular lleva a revalorizar la planificación. Si una nueva economía frente al expolio capitalista de la naturaleza, cuyos recursos considera meras materias primas o mercancías ilimitadas, parte de la finitud de los recursos no renovables y la necesidad de respetar los ciclos de los renovables, la cuestión del plan vuelve a jugar un papel central que los neoliberales intentaron borrar de la faz de los gobiernos, de la academia y de las mentes. Si ello es así en todos los aspectos que afectan al intercambio sociedad-naturaleza y, por tanto, en todos los procesos productivos, aún lo es de forma más clara en lo referente al modelo energético.
La cuestión de la planificación democrática de la energía es una herramienta de primer orden para la estrategia de cambio de modelo. Y, por sus características, si hay un sector en el que el plan es imprescindible -incluso en la economía capitalista- es en el de la electricidad. Tanto bajo la economía de mercado como en su opuesta la ecosocialista, la previsión planificada a largo plazo de las redes e infraestructuras básicas es obligatoria. Pero la sustitución de la lógica del beneficio privado por el beneficio de la sociedad exige llevar esa planificación a toda la cadena de valor.
La propiedad pública y social de las fuentes y aplicaciones de la energía lejos de repetir las viejas falsas soluciones estatistas del socialismo real regidas por una ineficiente planificación burocrática deberá, por el contrario, ser una “planificación socialista autogestionada por las comunidades afectadas y articulada a todos los niveles territoriales necesarios (…) contraria al estatismo pero que tampoco se puede reducir a procesos de decisión descentralizados y atomizados, aunque sean autogestionados localmente. Todo eso hay que debatirlo en base a objetivos y experiencias concretas” (Samary, 2019).
Ahorro, contención, electrificación y renovables solo podrán ser la pauta fuera de la lógica de la ganancia privada, solo podrán realizarse mediante una construcción democrática de la voluntad social. Para ello deberán darse varios pasos: 1) acabar con el expolio y la dictadura de los oligopolios mediante la expropiación y socialización de sus activos materiales y financieros y 2) impulsar la soberanía popular mediante la planificación democrática de los recursos comunes y públicos en toda la cadena de valor que devuelva el dominio del fuego a los pueblos y comunidades. Tal como están las cosas, nadie dijo que la transición energética fuera fácil, pero es nuestra única esperanza.