Hernán Herrera
En abril de 2025, el gobierno argentino firmó un nuevo acuerdo de facilidades extendidas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), contemplando desembolsos por aproximadamente USD 20.000 millones a lo largo del año. A ello se suman fondos de otros organismos multilaterales como el Banco Mundial, el BID y la CAF. En apariencia, la política busca recomponer reservas y estabilizar el tipo de cambio dentro de bandas de flotación entre 1.000 y 1.400 pesos por dólar. Sin embargo, más allá de las formas, el esquema carece de un anclaje en el desarrollo productivo nacional.
El endeudamiento compromete al país a niveles históricos: la exposición al FMI alcanzaría los DEG 43.100 millones en 2026 (unos USD 58.788 millones), superando el 100% de las reservas internacionales brutas y manteniéndose por encima del 1.000% de la cuota hasta 2029. Se trata de la mayor dependencia jamás registrada frente al organismo. El crédito, lejos de financiar infraestructura o proyectos transformadores, será utilizado para ‘fortalecer reservas’ y cumplir metas contables.
En este nuevo esquema, Argentina sustituye deuda interna con el BCRA por deuda externa, encareciendo la carga de intereses: la tasa pactada con el FMI es del 5,63%, superior a la anterior. Aunque la deuda bruta no crece de inmediato, el perfil de vencimientos futuros se vuelve más pesado, comprometiendo recursos fiscales que podrían destinarse a inversiones estratégicas.
Las metas que pone el FMI son siempre se enmarcan en el positivismo económico, son antiindustriales y anti regulación, lo cual lleva al país a niveles de mayor fragmentación regional y precarización laboral, y privatización del poder político. En este caso las metas más duras son las de acumulación de reservas. La lectura del reporte del FMI no es clara, por varias razones, el cierre del reporte no es en el peor momento de las reservas netas, sino a fines de marzo (y éstas empeoraron con mucha fuerza hasta el primer desembolso de U$S 12.394 millones), y además no es tan clara respecto de qué reservas van a contar ellos como netas y cuáles no. De cualquier modo, superados esos problemas, el número de acumulación de reservas netas que debería tener el país desde el 15 de abril al 30 de junio es un valor entre 5.500 millones y 6.500 millones, según cómo se cuenten en esos días “ciegos”. Es un montón, y abre un lugar político de mucha fuerza para el Fondo, ya que podrán decir que sí o que no, más allá de los datos concretos.
Mientras tanto, la inversión pública real sufre un derrumbe histórico. En 2024, cayó un 77,3% interanual en términos reales, arrastrando a provincias y municipios, forzados a suspender obras básicas. El efecto multiplicador perdido es inmenso en un país con severas brechas de infraestructura: la ausencia de nuevas rutas, energía o redes logísticas no solo impide el crecimiento, sino que también agrava la desigualdad territorial.

Un ejemplo paradigmático fue el Gasoducto Presidente Néstor Kirchner (GPNK), inaugurado en 2023, cuya inversión de USD 2.500 millones generó 40.000 empleos y redujo en USD 900 millones las importaciones energéticas en 2024. Las obras vinculadas movilizaron 2.300 maquinarias pesadas, 48.000 tubos y representaron un 12% del Producto Bruto Geográfico (PBG) de las regiones atravesadas. Se trató de una inversión equivalente al 0,4% del PIB nacional, con retornos económicos inmediatos.
Sin embargo, proyectos como la segunda etapa del GPNK, presupuestada también en USD 2.500 millones, están paralizados, dejando latente la posibilidad de expandir la capacidad de evacuación de gas desde Vaca Muerta y abastecer al NEA y a Brasil. La reversión del Gasoducto Norte, aunque inaugurada parcialmente, enfrenta incertidumbres en su etapa final, pese a que podría significar ahorros de hasta USD 1.000 millones anuales al reemplazar importaciones de gas boliviano.
Los datos son contundentes: el ahorro y ventaja económica de las exportaciones, estimado anual conjunto entre el GPNK y la reversión del Norte podría alcanzar los USD 6.250 millones entre puntas para antes de 2030, sumando menores compras de gasoil, fuel oil, gas natural, energía eléctrica a países vecinos y exportaciones solo de gas y GNL. Es decir, casi un tercio del total de las reservas netas que el gobierno busca reconstruir con deuda.
Pero el vaciamiento de la política de desarrollo no se limita a los gasoductos. La planta de licuefacción de GNL en Bahía Blanca, proyectada entre YPF y Petronas con una inversión inicial de USD 10.000 millones, quedó suspendida. Se trataba de un proyecto que podría haber posicionado a Argentina como exportador de gas a gran escala, generando empleo calificado y divisas genuinas. La apuesta actual a proyectos privados de menor escala en Río Negro, como el FLNG de Pan American Energy, si bien positivos, no compensa la oportunidad perdida de liderar un mercado global.
La experiencia internacional enseña que ningún país se industrializó o transitó su revolución energética sin un Estado activo en infraestructura. Creer que la ‘mano invisible’ suplirá la falta de obras es desconocer la realidad: sin energía, sin transporte, sin logística moderna, no hay inversión privada sostenible.
De hecho, la propia historia reciente de Argentina demuestra los beneficios de una política activa en inversión pública. Entre 2011 y 2015, bajo gestiones que priorizaron el desarrollo, la inversión pública alcanzó niveles equivalentes al 3% del PIB, impulsando la construcción de escuelas técnicas, hospitales modulares, rutas, energía renovable y conectividad digital. Esto no solo mejoró la calidad de vida, sino que potenció la productividad de las economías regionales y sentó las bases para diversificar exportaciones.
Incluso en 2022, con condiciones internacionales adversas, la inversión pública permitió avances notables: la ampliación de Vaca Muerta, la inauguración de obras de energía eléctrica como la Estación Transformadora ET Gran Mendoza, y la expansión de parques industriales y clústeres tecnológicos. Cada peso invertido generó encadenamientos productivos que retroalimentaron el crecimiento.
La inversión pública no es solo ‘obra’. Es también inversión en tecnología, ciencia y educación. La creación de institutos tecnológicos, la financiación de startups de base científica, el desarrollo de satélites como el SAOCOM o los avances en energía nuclear demuestran cómo una estrategia estatal puede dinamizar sectores de alto valor agregado, generando divisas sin depredar recursos.
Nada de esto es posible bajo la lógica libertaria hoy dominante, que desmantela el Estado bajo la falsa promesa de eficiencia. El resultado es previsible: deterioro de la infraestructura, fuga de cerebros, dependencia tecnológica y mayor concentración económica. Sin inversión pública planificada, Argentina resigna su futuro en el altar de un ‘mercado’ que en realidad solo reproduce desigualdad y extractivismos en formato de enclave.
Mientras los compromisos con los acreedores internacionales se multiplican, el aparato productivo nacional se deteriora. Los fondos que podrían financiar hospitales, universidades técnicas, redes eléctricas inteligentes o parques industriales se destinan a sostener una efímera estabilidad cambiaria. No hay proyecto de país, solo administración de una inercia decadente.
Recuperar la inversión pública no es un capricho ni una ‘ideología estatista’: es la única forma racional de revertir el estancamiento, diversificar la economía y construir una nación soberana e inclusiva. Sin desarrollo, la deuda no es una solución: es una condena.
*Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires; especializado en política económica, transición energética y gestión pública; docente, investigador de Flacso e integrante del Instituto Argentina Grande (IAG).