Nieves y Miró Fuenzalida
La contrapartida del colapsismo ecológico es el mito de la esperanza. A esta altura de los tiempos, como ya sabemos, el desafío del cambio climático es tan inmenso y diverso que ha dado origen a escenarios futuros de todo tipo. Desde el derrumbe total de la civilización y el fin de la especie humana a los inicios de una transición a nuevos arreglos sociales y políticos, diferentes del capitalismo, dirigidos esta vez por la justicia social y la armonía con la naturaleza. Y entre el colapso y la esperanza, la incertidumbre: ¿que nos ocurrirá, pobres mortales, en el próximo futuro?
En el esquema hegeliano toda la pluralidad y complejidad de cada momento es parte de un proceso de ascensión hacia una unidad superior. Si invertimos a Hegel, con lo que nos quedamos es con un proceso de descensión crepuscular. Estos son los datos: en 1992 la Unión de Científicos Preocupados, que agrupaba a 1. 575 científicos del mundo, emitió una advertencia a la humanidad: “la actual trayectoria de desarrollo promete una vasta miseria humana y un planeta irremediablemente mutilado”.
En el 2009, la revista científica “Nature” identificó nueve procesos biofísicos en el sistema terrestre que establece los limites que, si se cruzan, pueden guiar a alteraciones ambientales finales para la mayoría de las especies, incluyendo la nuestra. Ellos incluyen el cambio climático, la acidificación de los océanos, el agotamiento del ozono estratosférico, el uso mundial del agua dulce, la pérdida de la biodiversidad, la interferencia con el nitrógeno y los ciclos del fósforo, cambios en el uso del suelo, polución química y la carga de aerosol atmosférico.
De hecho, hoy día ya hemos dejado la zona de seguridad de tres de estos procesos, la pérdida de la biodiversidad, la interferencia humana con los ciclos del nitrógeno y el cambio climático y ya estamos bien cerca de los límites de otros tres, como el agua dulce, cambios en el uso de la tierra y la acidificación de los océanos. Por eso no sería exagerado decir que nuestro tiempo es el tiempo en donde todo se acaba. Un tiempo que anuncia el fin del progreso y del futuro como promesa, desarrollo y crecimiento.
Somos testigos de cómo se terminan el agua, el aire limpio, los recursos, los bosques y los ecosistemas con toda su diversidad. Ésta no es sólo una regresión, sino un proceso de agotamiento y extinción en el que todo puede acabarse definitivamente como ya le está ocurriendo a miles de seres humanos. Confrontados con el agotamiento del tiempo vivible, con el naufragio antropológico y la irreversibilidad de nuestra extinción, podríamos decir que ya hemos dejado atrás a la posmodernidad para confrontar el tiempo de la insostenibilidad, la última etapa antes de la caída del telón final.
Todo este cuadro distópicamente nefasto, en verdad, no es gratuito, considerando que la actividad humana ya ha trastornado los patrones de regularidad material que siempre habían cimentado la relación humana con el resto de la biosfera y que, hasta el momento, no tenemos grandes indicios prácticos de que podamos volver a recuperarlos. El colapso en curso seguirá fragmentando la naturaleza y la cultura sin que las soluciones tecnoverdes puedan evitarlo. Lo que hoy sufrimos es el impacto retardado de emisiones del pasado. Incluso, en el mejor de los casos, si todas nuestras emisiones fueran abolidas completamente, la Tierra seguiría calentándose hasta el año 2070, aumentando la temperatura en 0.3 grados, que se sumarían al 1.2 ya acumulados en los últimos 150 años.
Por otro lado, si recordamos un poco de historia, lo cierto es que “no ha habido época que no haya creído encontrarse en un abismo inminente”. Por eso, no es extraño que la otra cara del colapsismo sea el optimismo utópico, la idea de mirar directamente a la catástrofe potencial sin caer en la desesperación. Según el ecologista español Emilio Santiago las conclusiones que extrae el colapsismo son borrosas e innecesariamente derrotistas al abandonar eso que hizo al socialismo históricamente tan grande como fue su instinto de rebelión. El colapsismo, además de su arista trágica, dice, también puede ofrecer, por ejemplo, una oportunidad potencialmente liberadora para las pequeñas comunidades locales, al margen de las estructuras del Estado, lo que daría a luz un mundo sustancialmente diferente y cien por ciento renovable. Y también, por supuesto, más pequeño.
El problema con la epistemología colapsista, continua E. Santiago, es que es mecanicista, determinista y reduccionista. Independientemente de la veracidad de los datos científicos, la traslación de los enfoques biofísicos a lo social es una fuente probable de malos análisis sociológicos y pésimas intervenciones transformadoras. “Con las ciencias naturales y las ciencias sociales pasa lo mismo que con los tiburones y los submarinos. Por fuera se parecen bastantes, pero por dentro no tienen nada que ver”. La anticipación predictiva es casi una condición de legitimidad del saber científico-natural. Pero, una actitud proclive a la predicción es casi un tabú en las ciencias sociales, que suele explicar los hechos de modo retrospectivo.
La mejor ciencia disponible no puede concretar acontecimientos tan precisos como las narrativas colapsistas manejan. La historia de las ideas sociológicas es, en gran medida, la de un número pequeño de polémicas que se repiten con diferentes terminologías. Un buen ejemplo es la polémica entre algunos marxistas acerca del colapso capitalista. El primer tercio del siglo XX estuvo precedido por el pronóstico pretendidamente científico de que el capitalismo estaba destinado a derrumbarse, tarde o temprano, bajo el peso de sus propias contradicciones.
Y esta idea latente detrás de la filosofía de la historia marxista economicista es igual a la que impulsa la filosofía de la historia del ecologismo. La creencia de que los acontecimientos sociales y el curso de la historia responden al desarrollo de realidades “duras” que conducen la dirección caprichosa e inconsistente de lo social como un lecho de roca conduce al río. En ambos casos esta la idea en una totalidad exterior a la política que fundamentaría los procesos políticos. Social, en el caso del marxismo, presocial o natural en el ecologismo colapsista que los dota de una dirección preestablecida. La diferencia es que en el ecologismo colapsista no vamos hacia lo mejor, como en el marxismo, sino hacia la ruina y el retorno a las sociedades arcaicas.
El materialismo en el que se basan estas aproximaciones no es el problema. Por el contrario, este ha demostrado una potencia explicativa notable que permite darle inteligibilidad a la maraña social e histórica. Pero esta metodología funciona mejor sobre lo ya sucedido que sobre lo que va a suceder. Y éste es el problema con el impulso oracular del colapsismo. En el campo de lo social reina y siempre reinará lo contrario. Los factores culturales y políticos introducen un enorme campo de variabilidad e indeterminación. Donde menos lo esperábamos surge lo imprevisto, echando por tierra los pronósticos deterministas.
La diferencia del colapsismo ecológico con el socialismo del siglo pasado es que el anuncio del colapso del capitalismo, a pesar de ser altamente problemático, era el preludio del surgimiento de un orden superior que funcionó como mito movilizador para influir en el curso de los acontecimientos. El colapsismo ecológico, por el contrario, anuncia la certeza de lo peor, sin ofrecer incentivos para la rebelión.
La cuestión esencial, remarca Santiago junto con los ecosocialistas, es que la crisis ecológica puede ser la consecuencia de seguir manteniendo un sistema expansivo y depredador como el capitalismo. El ecologismo necesita poner el acento en la importancia de la dimensión activa e interpretativa de los procesos y en la voluntad política organizada, para esquivar las cosmovisiones deterministas, mecanicistas o reduccionistas. Un ecologismo que no se conforme con sufrir la historia, sino uno que esté dispuesto a hacerla y protagonizarla. Una labor fundamentalmente colectiva que está por hacer.
Santiago cree que, en su justa dosis -como la dosis que separa el veneno del medicamento-, el colapsismo puede impulsar acciones políticas necesarias. Las de las minorías más radicales, más impacientes, más consecuentes. Para quebrar la obediencia masiva a los intereses creados de la elite económica y política que nos gobierna hay que ir un poco sobrecargado de pasión. Aunque en este caso sea de una pasión tan triste como la angustia. No necesitamos héroes, súper hombres, súper mujeres o profetas. Necesitamos promedios, masas, pueblo, multitudes que con todas sus imperfecciones impulsen una descarbonización efectiva. En gran medida, tenemos las soluciones… pero, no mucho tiempo. El problema es que las multitudes aparecen y luego desaparecen y las guerras y el bla bla bla de las agencias y reuniones internacionales, como el actual COP28, trágicamente ocupan su lugar.
Nuestra incompetencia colectiva para revertir, no sólo las guerras, sino también el desastre climático en curso, tiene poco que ver con errores conceptuales o falta de información, de la que tenemos bastante, y mucho con no saber enfrentar políticamente las enormes inercias estructurales o el poder de grupos privilegiados. El arte de la política, dice Santiago, no consiste en decir la verdad, lo que no significa que consista en decir mentiras.
Necesitamos la mejor ciencia y el máximo respeto a la verdad. Pero ésto sólo permite conocer el mundo, no transformarlo. Transformarlo es un juego de afectos, pasiones, identidades compartidas, mitos comunes, de alianzas, de intereses y de pericia en el ejercicio del poder. La rebeldía es un estado de ánimo que no se alimenta de ideología ni de conceptos. Es algo que arde en la certeza de sentir que la vida es el máximo don que no se puede desperdiciar. La necesidad histórica del momento es la de dar a luz una forma de producir, consumir, habitar e imaginar un mundo que deje atrás la depredación de la biósfera y adopte los principios de la cooperación y la simbiosis.
El derrumbe del mito del progreso, sin embargo, nos recuerda que no tenemos garantía de éxito. Los malos fines están tan poco asegurados como los finales felices. No olvidemos que las civilizaciones fracasan y las especies se extinguen. La cosa es que, en estos momentos, la ventana de oportunidad para acometer las transformacionesnecesarias no permanecerá indefinidamente abierta. Los plazos son bien ajustados. Según el sexto informe del IPCC, con el ritmo actual de emisiones, que es de 40Gt anuales, estamos en vías de alcanzar 1.5 grados de temperatura. Y para el 2040, tendremos dos grados de aumento. Es decir, a mediados del siglo habremos cruzado la línea de no retorno que nos llevaría a un período de decadencia gradual de la sociedad industrial, en donde la emergencia sanitaria, la violencia armada y la inseguridad alimentaria alcanzarían una dimensión completamente inédita.
En un tiempo no muy lejano Romain Rolland distinguió entre el “pesimismo del intelecto y el optimismo de la voluntad”. En el fondo, no existe ley o lógica histórica que nos salve, ni siquiera una predisposición biológica para protegernos. Tal vez, una forma particular de miedo, arraigada en el pesimismo de nuestro intelecto, nos impulse a cambiar de rumbo… O tal vez no.
* Profesores de Filosofia chilenos graduados en la Universidad de Chile. Residen en Ottawa, Canadá, desde el 1975. Nieves estuvo 12 meses preso en uno de los campos de concentración durante la dictadura de Augusto Pinochet. Han publicado seis libros de ensayos y poesia. Colaboran con surysur.ney y el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)