Sin movilizar las masas ni abandonar el culto al pasado, difícil será el triunfo de Lula
Juraima Almeida
En las elecciones brasileñas del último domingo, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva fue el candidato más votado a la presidencia, pero le faltó 1,7 por ciento de los sufragios para imponerse en primera vuelta al actual mandatario ultraderechista Jair Bolsonaro: el duelo épico entre ambos se resolverá en el balotaje del 30 de octubre.
La ventaja de Lula sobre Bolsonaro fue de escasos cuatro puntos porcentuales, pese a que todos los sondeos y encuestas sostenían una ventaja de entre siete y diez puntos: ese ha sido el primer triunfo del actual mandatario. Pero la más contundente victoria se dio tanto en la formación de lo que será a partir de 2023 el Congreso como en los gobiernos provinciales. Bolsonaro logró tomar segundos aires y seguir en la competencia por cuatro semanas más, al menos: hubo un crecimiento de una base amplia y aparentemente sólida que oscila entre la derecha y la ultraderecha.
Para cualquier análisis de futuro hay que partir de la realidad, porque la sociedad brasileña no es la misma que la de hace 19 años, cuando aquel exobrero metalúrgico de Sao Bernardo do Campo y dirigente de la Central Única de Trabajadores (CUT), conduciendo una ola de esperanza, llegó al gobierno ¿y al poder?, señala el director del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico, Aram Aharonian. El tiempo pasa…
Y es totalmente cierto: mucho pasó en estas últimas dos décadas y este domingo las urnas demostraron que los más pobres de los pobres de las periferias urbanas no votaron –como se creía- masivamente por el PT y su candidato. Ahora, de ganar, será difícil gobernar con una minoría en el legislativo.
Para poder ganar en el balotaje del 30 de octubre, la campaña de Lula deberá cambiar de tono, deberá abolir el culto al pasado y a la personalidad, y deberá definir lo que se hará en temas claves como alimentos, salario, deudas. La segunda vuelta es una nueva elección. La ventana abierta por Lula lo pone en condición ventajosa desde el inicio y más si recibe el apoyo de los “centristas” Ciro Gómes y Simone Tebet , que juntos sumaron casi 7,6 millones de votantes, decisivos para el resultado final.
Los resultados de las elecciones del 2 de octubre dejaron al descubierto la falla flagrante de la investigación: no captaron la fuerza del bolsonarismo y sus agregados en la sociedad brasileña. Lo cierto es que Brasil es mucho más conservador de lo que se supone y sin duda impacta ver consagrados por voto popular a nefastos personajes como Hamilton Mourão, Sérgio Moro, Deltan Dallagnol, Ricardo Salles, Mario Frias, Damares Alves, Magno Malta y similares.
El periodista y profesor universitario Gilberto Maringoni destaca el arraigo social de la extrema derecha tras los casi 700.000 muertos por la pandemia, los 33 millones de hambrientos, la apología de las armas y toda la corruptela: “El fascismo ya no es un cuerpo extraño; se naturalizó. Comprender cómo y por qué sucede ésto es una tarea ardua y larga. Es interesante saber cómo esta brutalización de la vida social se vuelve atractiva para millones de personas”, añade.
Para el diario francés Libération, la extrema derecha se ha fagocitado a la derecha tradicional (y bastante más). Lula sumó 25,6 millones de votos más que el PT en las elecciones de 2018 (en las que Lula, preso, fue sustituido por Fernando Haddad) , mientras que Bolsonaro adicionó 1,7 millones de sufragios a los de cuatro años atrás.
El fraccionamiento comunitario, potenciado por el desmantelamiento del mundo del trabajo a lo largo de cuatro décadas de neoliberalismo, hace sensible a la sociedad a un tipo de liderazgo salvacionista e inorgánico –una especie de neopopulismo– capaz de dirigir voluntades y transformar la ira social en fuerza política. Ese es uno de los temas que los intelectuales del lulismo olvidaron tomar en cuenta.
Desde el 2003, el modelo lulista ha sido un modelo de conciliación de intereses, de pacto con el capital (que no figuraba en los estatutos del PT) que se impuso tras las progresiva moderación del discurso tras las derrotas ante Fernando Collor de Mello y dos veces ante Fernando Henrique Cardoso. Un sistema complejo que a lo largo de sus doce años en el poder, más que resolver las contradicciones, procuró moderarlas, para lograr apenas un equilibrio inestable.
Bolsonaro fue electo presidente en 2018, derrotando en segunda vuelta (55% a 45% de los votos) a Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores, que remplazaba como candidato a Lula, detenido a raíz de la condena impuesta por el juez venal y manipulador Sergio Moro. Él se elogia como militar retirado (estuvo once años y ascendió a capitán), pero lleva 27 años como político profesional, carcaterizado por su agresividad, misogenia y grosería
Esa victoria bolsonarista fue también la consecuencia del intenso proceso de demonización de la política tradicional, iniciada por el mismo juez Moro, que se tornaría ministro de Justicia de Bolsonaro, con pleno respaldo de los medios de comunicación, del empresariado y la omisión cómplice del Supremo Tribunal Federal. Y también por las bandas de milicianos, como se llama a los sicarios en Brasil,
¿Fallaron todas las encuestas o demuestran que el bolsonarismo oculto o socialmente vergonzante es un fenómeno que desafía las estadísticas? “Vamos a ganar… esto es sólo una prórroga”, dijo Lula luego de triunfar en las elecciones presidenciales, pero no con los suficientes votos para evitar una segunda vuelta contra Bolsonaro, el primer presidente de Brasil en pasar a la segunda vuelta con menos votos que su oponente.
Mayoría legislativa bolsonarista
Bolsonaro salió reforzado en el Congreso y el Senado. Sin mencionar que extendió su base en las gubernaturas. En el Senado, los candidatos afines al presidente obtuvieron 15 de los 27 escaños en disputa. En Sao Paulo el ex ministro de Minas y Energía de Bolsonaro Tarcisio de Freitas dio la sorpresa y obtuvo 42 por ciento de votos, frente a 35.6 por ciento del candidato del PT, Fernando Haddad; los dos se medirán en la segunda vuelta del 30 de octubre.
En los otros dos estados más importantes, la derecha ganó en primera vuelta: en Río de Janeiro el bolsonarista Cláudio Castro se impuso al candidato de izquierda Marcelo Freixo por 58.2 frente a 27.6 por ciento de sufragios. En Minas Gerais, el conservador Romeu Zema se impuso al lulista Alexandre Kalil con 56.7 por ciento frente a 34.5.
Varios exministros del mandatario ultraderechista lograron sus bancas legislativas. “Son casos emblemáticos, simbólicos, que muestran que el bolsonarismo se ha consolidado más de lo que preveían las encuestadoras, advirtió Sonia Fleury, del Centro de Estudios Estratégicos de la Fundación Osvaldo Cruz. Y, de cara al ballotage, agregó: “Va a aumentar el clima de violencia”.
Para algunos analistas, fue clave el control del territorio de las milicias en las periferias y la influencia de las iglesias evangélicas. En los últimos años –según la Universidad Federal Fluminense- hubo un crecimiento muy fuerte de su dominio territorial y poblacional, mayor que el de los narcotraficantes, al punto que hoy tienen poder sobre una parte significativa del territorio en Río de Janeiro. Las milicias intentan controlar el voto, así como los líderes de las iglesias evangélicas, a favor de Bolsonaro.
Fantasmas con uniforme de fajina
Brasil es un país tremendamente desigual, con la mayoría de los trabajadores fuera del mercado formal, sin derechos laborales (ni ciudadanos), mal capacitados (por la exclusión educativa que brinda la precariedad de las escuelas públicas), mal informados (a través de las redes sociales y una medios que no están para eso), sin tiempo para el ocio, embrutecidos por la dura batalla del día a día y sin perspectivas de futuro.
Cuenta, además, con una colectividad fragmentada, marcada por un individualismo atroz, en la que existen escasos incentivos para establecer lazos de solidaridad.
En los últimos meses ha circulado por todo Brasil el fantasma de un golpe militar. Ese poder que hoy tienen los militares, fortalecido por Bolsonaro en el poder, no cayeron del cielo. Los memoriosos recuerdan que los militares se empoderaron de la mano de Lula, cuando los envió en 2004 en la Misión de la ONU para la Estabilización de Haití (Minustah), como fuerza de ocupación a pedido de Estados Unidos.
Esta fuerza fue denunciada por abusos, violaciones y asesinatos. Cuando regresó a Brasil usó esos “conocimientos” para la represión interna y los generales que la comandaron formaron parte del esquema de poder de Bolsonaro.
En esos años de gobierno lulista fue muy difícil reducir la pobreza sin confrontar con el capital, conservar el apoyo del Movimiento sin Tierra empujando el agronegocio, mantener el voto de los sectores conservadores del nordeste avanzando en reformas progresistas. La idea de pacto con el capital no integraba el programa original del PT y menos aún de la CUT, surgidos en los 80 como parte del movimiento de resistencia a la dictadura, con propuestas mucho más radicales.
El lulismo es resultado de la progresiva moderación ideológica operada durante los 90, cuando las sucesivas derrotas contra Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso (en dos oportunidades) lo convencieron de que la ortodoxia económica no era incompatible con la popularidad electoral. Hace casi dos décadas, Lula logró que los más pobres del país votaran por un candidato que levantaba la bandera de la izquierda.
Hoy podemos hablar del ciclo lulista, contando los dos gobiernos sucesivos de Lula entre 203 y 2010 y el primero de Dilma Roussef, donde Brasil gozó de estabilidad política, crecimiento económico, notables avances de inclusión social, tanto material como simbólica: 35 millones de personas superaron la pobreza para ingresar a la nueva clase media durante estos gobiernos.
Todo tiene su contraparte. La alianza con las grandes empresas le impidió avanzar en una reforma impositiva progresiva que cambiara la distribución del poder; la legislación laboral, salvo en el caso del empleo doméstico, se mantuvo inalterada, y las ganancias del sector financiero batieron todos los récords. Pero también desde el poder se alentó una desmovilización de la militancia.
Durante los gobiernos lulistas no se avanzó en una reforma política (lo intentó Dilma Rousseff, y de hecho fue uno de los motivos de su caída). Dilma, que se promocionó como heredera de Lula, llevó a Michel Temer de vicepresidente. Cuando llegó el momento, Dilma fue desplazada del poder mediante un juicio político parlamentario amañado, teñido de irregularidades. Apenas unas manifestaciones públicas como reacción.
Cabe recordar, también que en 2002, tras ganar las elecciones por primera vez, Lula eligió como presidente del Banco Central al diputado del PSDB (mismo partido de Alckmin) a Henrique Meireles, para “evitar una fuga de capitales”. Meireles, el elegido de Lula para dar el mensaje a los mercados de que se respetaría una agenda de austeridad, terminó siendo el ministro de Economía del golpista Michel Temer.
El vice
No es la primera vez que el PT se alía a la derecha para combatir a la derecha. Aburrido y sin carisma es como muchos describen a Geraldo Alckmin, el candidato a vicepresidente que acompañó a Lula en estas elecciones, es un ferviente católico conservador, neoliberal a ultranza, defensor de la mano dura y golpista, que ahora posa de defensor de los trabajadores brasileños.
El politólogo André Barbieri señala que la candidatura de Lula-Alckmin intenta evitar que el descontento contra Bolsonaro se manifieste de manera independiente y se vuelva contra las reformas ultraliberales, el pacto del régimen con el PT, que incluye al gran capital que en 2018 estuvo políticamente con Bolsonaro, parte de preservar los ataques económicos del actual gobierno.
Alckmin fue elegido como vocero del PT ante la patronal para asegurar que un nuevo gobierno de Lula mantendrá las reformas laborales del golpista Michel Temer, añade. En Brasil lo califican como el “Macri brasileño”, en referencia al expresidente neoliberal argentino. La política de seguridad pública fue siempre una de sus banderas en São Paulo, que dejó datos catastróficos de violencia hacia la población negra del estado.
Entre 2006 y 2014 el lulismo logró neutralizar el crecimiento de la derecha, a precio de la desmovilización de sus bases sociales. Hubo una suerte de adormecimiento deliberado del conservadurismo provocado por la política homeopática del lulismo, que buscó evitar la confrontación, señala André Singer, periodista y profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de São Paulo. portavoz del primer gobierno de Lula.
Hoy desde las bases se señala que para que la historia no se repita hace falta mayor audacia, no menor confrontación. Para ganar, quizá Lula deberá movilizar a sus bases sociales en las principales ciudades, para hacer desaparecer el fantasma de un golpe, de otros cuatro años de fascistización, para defender (lo que aún queda de) la democracia.
* Investigadora brasileña, analista asociada al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)