El terror fascista y golpista sigue estremeciendo Brasi

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Juraima Almeida

Miles de seguidores del ultraderchista expresidente de Brasil Jair Bolsonaro sumieron el domingo al país en la crisis más grave desde el fin de la dictadura militar hace 38 años. Una multitud de bolsonaristas asaltó las sedes del Congreso, del Tribunal Supremo y de la Presidencia en Brasilia para reclamar una intervención del Ejército para echar del poder al mandatario Luiz Inácio Lula da Silva, quien asumió el cargo el 1 de enero.

La policía logró retomar el control de los tres poderes después de horas de caos, de las que no solo queda el rastro de los destrozos y los actos vandálicos, sino una herida profunda en el corazón de la democracia. Hoy, el Ejecutivo, la Justicia y legisladores exigen que la ley alcance a todos los responsables, materiales e intelectuales, de los actos vandálicos cometidos por los ultraderechistas en la capital del país

La turba que invadió las sedes de los tres poderes constitucionales en Brasil es  golpista, justifica sus acciones en el nombre de dios y se muestra hiperactiva en las redes sociales. Cuenta con respaldo financiero de cierto empresariado, el apoyo expreso del expresidente Bolsonaro, la connivencia de distintas fuerzas policiales y militares y, además, está armada.

La irrupción de hordas de fanáticos bolsonaristas en el Congreso, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial ha sido un déjà vu en clave tropical del asalto al Capitolio de EEUU perpetrado por los más incondicionales seguidores de Donald Trump, casi exactamente dos años atrás, el 6 de enero de 2021.

Si Trump logró invadir el Congreso, los seguidores de Bolsonaro invadieron y destrozaron mucho más.Además del Congreso, invadieron el Palacio do Planalto, sede presidencial, y el Supremo Tribunal Federal, donde todo fue revuelto, con papeles esparcidos por el suelo y obras destrozadas, desde cuadros y esculturas a piezas de cerámica y de mármol.

Hubo destrucción en el Palacio do Planalto, en el Congreso, pero principalmente en el Supremo Tribunal Federal. Esa violencia fue algo inédito en la historia brasileña. En el palacio presidencial, un único despacho escapó de la destrucción: justamente el de Lula, porque no lograron tumbar la puerta. Todos los demás fueron invadidos y vandalizados. Varios cuadros y esculturas regalados en visitas oficiales de gobiernos extranjeros fueron destruidos, sobre todo cerámicas, algunas con miles de años, de origen chino.

Hasta el presidente Joe Biden se manifestó de manera contundente contra lo que ocurrió en Brasil, y que fue una copia de lo ocurrido cuando él se eligió y Trump intentó rechazar su elección. Alexandra Ocasio-Cortez, diputada demócrata, tuiteó este domingo que “dos años después de que el Capitolio fue atacado vemos un movimiento tratando de hacer lo mismo en Brasil, EEUU no debe conceder refugio a Bolsonaro en Florida”.

El asalto de este domingo incluyó a los tres poderes, en Washington fue solo uno. Y en Brasilia hubo la simpatía u omisión de las Fuerzas Armadas, algo que no ocurrió en Washington. Brasil jamás había vivido semejante jornada de destrucción y terror, frente a la pasividad de las fuerzas de seguridad de la capital, cuyo gobernador, Ibaneis Rocha, está  plenamente identificado con el ultraderechista ex presidente Bolsonaro.

En los últimos tres días gran cantidad de autobuses llegaron a Brasilia trasladando a centenares de manifestantes-terroristas. Fue un movimiento que reunió entre seis y 10 mil manifestantes, trasladados de varios estados brasileños con todos los gastos cubiertos por empresarios. Miembros de la Policía Militar de la capital fueron descubiertos tomándose fotos, entre sonrisas, mientras a su lado pasaban multitudes de invasores dirigiéndose a la Explanada de los Ministerios.

Con banderas brasileñas y camisetas de la selección de Neymar, ingresaron a Planalto subiendo la misma rampa que hace exactamente una semana había recorrido Lula tomado del brazo de un líder indígena, una chica recicladora de residuos y un sindicalista antes de prometer la “reconstrucción” del país y la democracia. Una vez ingresados en el Planalto cargaron contra todo: muebles, decorados y obras de arte de maestros modernistas, detestados por Bolsonaro y su esposa, la evangélica Michelle.

La afinidad policial con los sediciosos quedó clara con la ausencia en Brasilia del secretario de Seguridad Pública, comisario Anderson Torres, exministro de Justicia de Bolsonaro, que viajó a Florida a pesar de los indicios claros de la insurrección. Torres ya había sido negligente ante el levantamiento bolsonarista del 12 de diciembre, día en el que Lula recibió el diploma de gobernante electo.

El flamante comandante del Ejército, general Julio César de Arruda no pudo o no quiso levantar el campamento, tal como lo había dado a entender al ministro de Defensa, José Múcio Monteiro. La tolerancia castrense con estas bandas a las que consideran “manifestantes con derecho a expresarse” deja en claro hasta donde llegó la bolsonarización de las Fuerzas Armadas con las que deberá lidiar el gobierno democrático del que forman parte ministros de varios partidos.

No hubo ninguna iniciativa tanto de las fuerzas de seguridad de la capital como del gobierno federal comandado por Lula para identificar y vigilar a los viajeros. Tal vigilancia, a propósito, sería de responsabilidad del gobierno bolsonarista de Brasilia.

Desde la Marcha sobre Roma, el movimiento fundamental y fundacional del fascismo que, a fines de octubre de 2022 cumplió su centésimo aniversario, la extrema derecha comprendió que el cuestionamiento a la democracia debía ser público, a la vista de todos, directamente en las calles y en abierto desafío al Parlamento, como símbolo de todos los valores republicanos en un sistema democrático y representativo.

Con el ataque estilo putsch de Munich en 1923 o asalto al Capitolio de Washington instigado por Donald Trump, la ultradrecha fascista sale definitivamente del clóset en el mundo entero. La prensa reportó la presencia de una columna de neofascistas brasileños en Ucrania meses atrás. No intentaba combatir a los rusos sino entrenarse y regresar a su país.

Y apenas se cerraron las urnas de la segunda vuelta electoral, comenzó la desestabilización, el desconocimiento de los resultados (y el golpismo) en Brasil. Lula, quien tuvo que decretar la intervención federal de Brasilia –la capital- para detener el ataque, responsabilizó a los “fascistas” y señaló, sin nombrarle, a Bolsonaro por instigar el rechazo del resultado electoral y alentar un clima de intolerancia ante la toma de posesión del nuevo gobierno.

La dirección del partido del bolsonarismo se desvinculó enseguida de los hechos, pero Bolsonaro aguardó varias horas antes de pronunciarse desde Florida, donde había acudido para evitar asistir al traspaso de poderes. Tras el fracaso del intnto de golpe, afirmó que “las invasiones de edificios públicos escapan a la regla” y repudió las acusaciones que le implican en la intentona.

Las concentraciones y movilizaciones de militantes ultraderechistas a fin de año solo eran un aviso y, aunque la ceremonia de investidura transcurrió el domingo 1 de enero sin mayores incidentes, la situación se precipitó una semana dspués en una jornada aciaga, con unos 150 detenidos. Y, por suerte, sin muertos.

Uno de los chats más activos del bolsonarismo difundió, en los días previos al ataque, una especie de manual del buen invasor, quizá sacado del guión de la película El Planeta de los Simios: “jamás empiecen la invasión sin una multitud que invada los tres poderes al mismo tiempo, o sea, solamente empiecen la invasión cuando hubiera patriotas suficientes para invadir todo”.

“Esta acción tiene que ser una acción con normas. ¡Nadie entra ni sale! O sea, quien estuviera adentro no podrá salir, no importa si es aliado o no, nadie saldrá después de la toma de los tres poderes”. añadía.

Los bolsonaristas, como los trumpistas, los macristas en Argentina, los fujimoristas en Perú, los uribistas en Colombia, o los seguidores de Vox en España, son sectores del electorado movidos por dos grandes fuerzas: el miedo y el odio. La ultraderecha no es capaz de aceptar las reglas del juego democrático y busca por todos los medios, incluida la fuerza bruta, hacerse con el poder.

Es un miedo a un mundo que ha cambiado de maneras que no entienden–con el reconocimiento social a las mujeres, el respeto a la diversidad sexual, la condena al racismo y la conciencia ecológica, a los migrantes, los extranjeros, a la pérdida de status–; y un odio a todo lo que creen que amenaza a los valores conservadores a los que se encuentran anclados, a su percepción de superioridad financiera, cultural o moral.

 (Fuente: NA)Es el fruto de años del terrorismo de campañas sucias, que explican que el más moderado progresismo es una amenaza totalitaria, y del uso faccioso de las instituciones por la derecha partidista para poner y quitar gobiernos a contrapelo del mandato de las urnas (en Brasil con el golpe de Estado contra Dilma Rousseff en 2016, en Perú con la destitución de Pedro Castillo, en Paraguay con Lugo  y en Honduras con Zelaya).

Hoy es imprescindible pasar por encima de lo anecdótico para localizar las causas y los inocultables peligros detrás de estas manifestaciones que buscan acabar con la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva. Los hechos obligan a tomarse en serio el afán desestabilizador de un sector ciudadano cuya primera reacción ante la victoria de Lula fue acudir a las instalaciones del Ejército para exigirles a los uniformados que emprendieran un cuartelazo, ¿en nombre de la democracia?.

* Investigadora brasileña, analista asociada al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)