La penosa transformación de la Unión Europea en marioneta

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Juan Torres López

Si quedaba alguna esperanza de que la Unión Europea se convirtiera en un vector decisivo para construir relaciones internacionales multipolares y pacíficas, y en impulsora de un nuevo tipo de economía sostenible y más equitativa, me temo que se ha desvanecido en los últimos meses.

Ante la invasión de Ucrania, la Unión Europea ha elegido la peor posición de entre todas las posibles. La que supone un mayor coste económico para Europa, la que la hace más dependiente de Estados Unidos, la que Rusia puede soportar con menos dificultades y la que más daño hace a Ucrania. Su torpe y desgraciada insistencia en que la vía militar es la única posible lleva a un camino fatídico, además de obligarle a mentir constantemente a la opinión pública sobre el curso real de los acontecimientos para poder ocultar el fracaso de la estrategia que defiende.

Frente a la inflación, el mayor problema económico que tenemos a corto y medio plazo, ha reaccionado tarde y sin política común, coordinada y de amplio espectro, como precisa un problema tan complejo y de tantas aristas. Estados Unidos, por el contrario, aprobó una ley de reducción de la inflación que supone un antes y un después en la forma en que se aborda este problema.

Se propone reducir los costos de energía y el precio de productos básicos para las familias como la atención médica o medicamentos, llevar a cabo la mayor inversión para combatir el cambio climático de su historia y, todo ello, aumentando la fiscalidad sobre las rentas más altas y grandes corporaciones y, al mismo tiempo, reduciendo el déficit.

Mostrando sin disimulo los intereses que de verdad parecen preocuparle, la Comisión Europea no ha visto en esa ley un ejemplo, sino riesgo para algunos grupos industriales europeos. Riesgo que ni siquiera tendría por qué darse si hubiera sido capaz de impulsar en la Unión una respuesta tan inteligente y apropiada como la de Biden.

No pasa una semana sin que la Unión Europea dé bandazos y muestras claras de que carece de iniciativa e inteligencia, de respuestas acertadas y de coraje ante los problemas que tenemos por delante.

En solo 48 horas de esta semana se han dado tres muestras del único tipo de reacción que sale de Europa.

Ante la crisis energética que nos amenaza sin visos de apaciguarse, la Comisión ha hecho una propuesta de tope a los precios del gas que, hasta la ministra española para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, ha calificado de «tomadura de pelo» y «broma de mal gusto».  Con toda la razón, porque se pone un tope tan alto y durante tantos días que no se hubiera aplicado ni en los momentos de mayores subidas de la crisis actual.

Además, hace que los precios dependan aún más de la especulación en los mercados financieros, lo que incluso puede hacer que suban en lugar de que bajen. Una propuesta, en fin, que igualmente muestra el cobarde repliegue de la Comisión ante las empresas oligopolistas que dominan los mercados y ante los dictados de Alemania y Holanda, que han decidido hacer frente a la situación por su cuenta, rompiendo aún más el mercado único, a base de ayudas que van totalmente en contra de las normas de competencia que tanto dicen defender y que presionan los precios al alza.

Casi paralelamente y en otro orden de cosas, el Parlamento Europeo acordaba declarar a Rusia como país promotor del terrorismo. Una declaración rimbombante que no lleva aparejado compromiso concreto alguno y estúpida, pues dificulta que Europa impulse o contribuya a cualquier solución negociada del conflicto. Ni siquiera Estados Unidos ha decidido dar ese paso, consciente de las implicaciones problemáticas que comporta y de su escasa utilidad práctica.

Y una decisión, además, muy cínica y cobarde porque, si Rusia merece esa consideración por lo que ha hecho en Ucrania (no voy a discutirlo), exactamente la misma debería hacerse sobre otros países que han llevado a cabo acciones militares prácticamente idénticas fuera de sus fronteras. Entre ellos y sin ir más lejos, Estados Unidos e Israel.

Con ese tipo de doble moral, el Parlamento Europeo se convierte en un gallito de colegio, pero se descalifica como un operador que pueda contribuir real y decisivamente a establecer la libertad, la paz y la justicia en este planeta malherido.

Por si eso todo fuera poco, el vicepresidente de la Comisión Europea, Valdis Dombrovskis, ha dicho que «la política fiscal (de los gobiernos nacionales) no debe contradecir al Banco Central Europeo».

Yo mismo escribí en estas páginas hace unas semanas que es un grave error que la política fiscal y la monetaria vayan cada una por un lado y se anulen mutuamente (El gran disparate contra la inflación: el BCE frena la demanda y los gobiernos la impulsan). Pero la afirmación de Dombrovskis no es la solución, sino una barbaridad inaceptable.

La alternativa es que la política fiscal y la monetaria se coordinen y no que la primera se supedite a lo que establezca el banco central.

Esto último, lo que propone todo un vicepresidente de la Comisión Europea, equivale a dinamitar la democracia, pues socava las bases sobre las que se ha construido el Estado democrático moderno frente al absolutismo.

La política fiscal, la elaboración del Presupuesto, es una prerrogativa de los parlamentos, donde está representado el pueblo que es donde reside la soberanía nacional, según expresa nuestra Constitución y cualquier otra democrática. Nuestro artículo 134 establece que corresponde a las Cortes su examen, enmienda y aprobación.

Aunque lo que viene ocurriendo sea que poderes no democráticos se impongan sobre parlamentos y gobiernos, decir que eso es lo que debe ocurrir y que los parlamentos solo pueden aprobar Presupuestos Generales que no contradigan lo que establezca el banco central, una autoridad no elegida por nadie, es una fractura material de la democracia.

Sobre todo, teniendo en cuenta que lo que dice el banco central no es, ni mucho, algún tipo de requisito neutro o técnico, sino el resultado de una opción política concreta que implica decidir que los ingresos y la riqueza que son de todos vayan a unos bolsillos y no a otros.

Es cierto, en todo caso, que lo más asombroso no es que haya un bárbaro que defiende acabar con la democracia representativa como vicepresidente de la Comisión Europea. Lo es, sobre todo, que 27 parlamentos nacionales más el Europeo callen y no se sientan aludidos; no solo ahora, sino desde que se vienen defendiendo esta tesis, aunque fuese con expresiones menos explícitas.

Europa se está convirtiendo en una marioneta en manos de Estados Unidos, de grupos de interés muy poderosos que condicionan las decisiones comunitarias, de un banco central gobernado por empleados del capital privado, y de unos dirigentes que, o no saben lo que es la democracia representativa, o no creen en ella.

 

*Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla. Dedicado al análisis y divulgación de la realidad económica, en los últimos años ha publicado alrededor de un millar de artículos de opinión y numerosos libros