Apocalipsis (bíblico) Now
Alberto López Girondo
¿La explosiva arena internacional, con varias guerras abiertas, puede conducir al infierno?
En 1994, el historiador británico Eric Hobsbawm publicó “La edad de los extremos: El corto siglo XX”, una profunda revisión del período que va de 1914 a 1991. Es decir, desde la Primera Guerra Mundial hasta la disolución de la Unión Soviética y la caída en simultáneo del bloque del “socialismo realmente existente”, como recalca el académico, cuya tumba está ubicada en el cementerio de Highgate, en Londres, a pocos metros frente a la de Carlos Marx. Vaya deseo póstumo.
Cuando se cumplieron tres décadas de esa publicación, y en medio de dos guerras de consecuencias impredecibles, en Ucrania y en Medio Oriente, hay algunos párrafos de aquel trabajo memorable de Hobsbawm que despiertan todas las alertas. Fundamentalmente si se tiene en cuenta que la Organización del Tratado del Atlántico Norte bate parches de una escalada contra Rusia mientras Israel no cesa en su estrategia de demolición de Palestina, lo que arrastra al mundo a una nueva conflagración, esta vez con el riesgo cierto de un holocausto nuclear.
“¿Por qué, pues, las principales potencias de ambos bandos consideraron la primera guerra mundial como un conflicto en el que sólo se podía contemplar la victoria o la derrota total? —dice Hobsbawm, para responderse— La razón es que, a diferencia de otras guerras anteriores, impulsadas por motivos limitados y concretos, la primera guerra mundial perseguía objetivos ilimitados. En la era imperialista, se había producido la fusión de la política y la economía. La rivalidad política internacional se establecía en función del crecimiento y la competitividad de la economía, pero el rasgo característico era precisamente que no tenía límites”. ¿Suena a algo actual? Pues claro. Pero sigue.
“De manera más concreta, para los dos beligerantes principales, Alemania y Gran Bretaña, el límite tenía que ser el cielo, pues Alemania aspiraba a alcanzar una posición política y marítima mundial como la que ostentaba Gran Bretaña, lo cual automáticamente relegaría a un plano inferior a una Gran Bretaña que ya había iniciado el declive. Era el todo o nada. En cuanto a Francia, en ese momento, y también más adelante, sus aspiraciones tenían un carácter menos general pero igualmente urgente: compensar su creciente, y al parecer inevitable, inferioridad demográfica y económica con respecto a Alemania. También aquí estaba en juego el futuro de Francia como potencia de primer orden”. Si se cambian los nombres de los países —o mejor dicho de los bloques— por Estados Unidos-Unión Europea y Rusia-China, el resultado da que hay dos trenes a punto de chocar y nadie parece dispuesto a evitarlo.
Pongamos un caso. El presidente Emmanuel Macron mostraba en los primeros meses de 2024 una beligerancia contra Rusia que no se le conocía en años anteriores, al punto que desde el 24 de febrero de 2022, cuando Vladimir Putin anuncia el inicio de una Operación Militar Especial en Ucrania, era uno de los mandatarios europeos más proclives a mediar para que la situación no se saliera de cauce.
¿Cuándo se empezó a gestar esta nueva guerra europea? Una respuesta podría ser, parafraseando a Hobsbawm, que mientras se diluía la URSS y el centro de Europa volvía a quedar huérfano de un poder central que aglutinara a pueblos y culturas al borde del abismo desde hace siglos. Se diría que son aguas revueltas desde la caída del imperio Romano Germánico que terminó con la invasión napoleónica, en 1806. O del imperio zarista y otomano, desparecidos entre 1914 y 1918. Pueblos surgidos de los restos del imperio romano con una fuerte impronta cristiana, en permanente rechazo al mundo musulmán y al eslavo. Y, no olvidemos, también del mundo judío.
No se debe desconocer que todo imperio es poderoso sobre la base del sometimiento y hasta la violencia, no del consenso. El germánico y el zarista no fueron una excepción. Como también resalta Hobsbawm —agudo y adelantado a su época— en el este europeo perduran cuentas pendientes por los crímenes del nazismo y con el estalinismo. Pero allí prosperó también una cultura que algunos aventuraron a llamar Yiddishland: judíos de lengua yidish que fueron eliminados en la II Guerra Mundial en los campos de exterminio y no exclusivamente a manos de los nazis.
El contexto en el que están sumergidas las grandes potencias tiene mucho de ese pasado que no cesa de irse, sumado a iniquidades cometidas por Occidente en todo el planeta desde 1991, como recalca Vladimir Putin. Lo que no debería sonar a una apología del presidente ruso. Se anotan para entender las razones esgrimidas en el juego geopolítico que se desarrolla en ese territorio clave de Eurasia y la apuesta por revitalizar el estatus de superpotencia de Rusia.
Esa porfía se exterioriza con más ímpetu desde 2021, aunque ya desde 2014 Putin venía advirtiendo que para Rusia, Ucrania es la línea roja de la que no aceptará moverse. Es decir, así como Rusia solo puede contemplar la victoria o la derrota total, lo mismo ocurre con la OTAN, Estados Unidos, el Reino Unido y los socios en la Unión Europea. Tampoco China se bajaría a esta altura del sendero que la lleva a consolidar su poder luego dejar atrás el “siglo de la humillación”.
Este bien podría ser otro capítulo de una guerra cuyo prólogo se produjo entre 1914 y 1918, hubo un capítulo entre 1939 y 1945 y el ¿epílogo? está ahora en sus albores. No por casualidad se trata de los mismos escenarios y con, básicamente, los mismos actores: el imperio anglosajón llevando de la mano a la OTAN, Rusia China y ahora nuevos jugadores internacionales, que se unen en el grupo BRICS+ y que participan en ese mundo multipolar que busca consolidar un lugar bajo el sol.
Esos locos peligrosos
Si España fue en 1936 el laboratorio de pruebas de nuevos artefactos bélicos, Ucrania, como poco antes Siria, prueba la más reciente generación de maquinarias creadas para la destrucción humana. El temor es que el experimento culmine con la aplicación de la energía nuclear con fines criminales, como Estados Unidos hizo en Nagasaki e Hiroshima en agosto de 1945.
El temor es que ya no tenga vigencia la estrategia de disuasión nuclear de la Guerra Fría, eso que el matemático húngaro-estadounidense John von Neumann llamó Destrucción Mutua Asegurada, cuyas siglas en inglés devienen en MAD, literalmente “loco”. Es decir, si la URSS y EE.UU. tenían capacidad nuclear como para eliminarse mutuamente, había que estar loco para ir más allá de la amenaza verbal. Y funcionó —a pesar de algunos sofocones como la crisis de los misiles en Cuba en 1962— mientras la Unión Soviética estuvo en pie.
¿Qué tan locos están los líderes del primer cuarto del siglo XXI? ¿Qué tan dispuestos irían a todo o nada para mantener la supremacía? ¿Qué tan racionalmente podrían actuar cuando en la sociedad de la nación todavía más poderosa —aunque en decadencia— hay grupos cada vez más numerosos e influyentes que no le temen al Armagedón, sino todo lo contrario: lo buscan con desesperada fe religiosa para comenzar un nuevo mundo mejor, para terminar con el Mal en la Tierra? ¿Exagerado? Veamos.
Un artículo de 2004 de la revista The Atlantic firmado por James Mann recuerda que durante el gobierno de Ronald Reagan, y en el marco de una creciente paranoia ante la posibilidad de que estallara un conflicto nuclear con la Unión Soviética, dos burócratas de alta escuela que serían determinantes en este siglo, Dick Cheney —vicepresidente de George W. Bush— y Donald Rumsfeld —secretario de Defensa de esa administración— diseñaron un programa clandestino para establecer líneas sucesorias en caso de que un ataque terminara con la vida de la cúpula política de la nación. Se lo llamó “Plan Armagedón” y luego de los atentados a las Torres Gemelas, el 11-S de 2001 y con Cheney y Rumsfeld en el poder, se puso en marcha para esconder a Bush y establecer una cadena de mandos con la orden de que las agencias federales activaran una sede alternativa fuera de Washington con personal preparado para lo que fuera.
En octubre de 2022, a poco más de ocho meses de iniciada la Guerra en Ucrania y la amenaza a un incremento fatal, el presidente Joe Biden afirmó que el mundo está «bajo el riesgo más elevado de Armagedón» desde la Crisis de Misiles de los `60. El mandatario demócrata se ubica en el bando de los que aseguran no querer ese final para la humanidad, pero acusó a Vladimir Putin de estar a las puertas de una provocación. El presidente ruso repitió en junio de 2024 que el uso de armas nucleares solo es posible “en casos excepcionales”. Pero no rechazó de plano su utilización.
El fin de los tiempos
Armagedón es un término, según los que saben, que deriva del hebreo Har Megiddon, literalmente Monte Megido, a unos 90 kilómetros al norte de Jerusalén. Allí, según el Libro del Apocalipsis, se desarrollará la batalla final entre el bien y el mal, entre Dios y las fuerzas del mal.
La idea del Armagedón ocupó libros y filmes de Hollywood del género de terror, pero subrepticiamente fue creciendo por debajo de la superficie en la sociedad estadounidense y se extendió a gran parte de América Latina mediante una cultura evangélica sionista.
Se trata de una teología que en líneas generales sostiene que la creación del Estado de Israel —o el Reino de Israel en términos bíblicos— es una señal de que está en marcha el reloj del Armagedón y se acerca la segunda llegada de Jesucristo.
Luego de los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, un grupo de presión llamado Cristianos Unidos por Israel (CUI) que asegura contar con 10 millones de miembros —eso dice Adam Gabbatt en The Guardian— y otras tantas iglesias evangélicas de Estados Unidos manifestaron su apoyo irrestricto a Israel. “De acuerdo con la tradición cristiana de la Guerra Justa, también afirmamos la legitimidad del derecho de Israel a responder contra quienes han iniciado estos ataques, ya que Romanos 13 otorga a los gobiernos el poder de portar la espada contra quienes cometen actos tan malvados contra vidas inocentes”, dicen en un comunicado.
John Hagee, telepredicador y fundador de CUI, había profetizado unos meses antes, en diciembre de 2023: “Dios se está preparando para defender a Israel de una manera tan sobrenatural que dejará sin aliento a los dictadores del planeta Tierra, pero estamos viviendo en la cúspide de la mayor serie de eventos sobrenaturales que el mundo haya visto jamás».
En marzo de ese mismo año, la documentalista noruega Tonje Hessen Schei presentó su último trabajo, codirigido por el estadounidense Michael Rowley, Praying for Armageddon (Orando por el Armagedón), al que denominó un “thriller político” que revela la fusión entre el cristianismo evangelista y la dirigencia política de EE.UU.
“No creo que muchos estadounidenses se den cuenta de que el tipo de lobby oculto del Armagedón del fin de los tiempos… tiene un poder político real. Constituyen la columna vertebral del Partido Republicano”, afirma la autora en un reportaje con “Deadline”, revista en línea dedicada al cine. En entrevistas con los involucrados y con expertos en el asunto, el filme muestra el modo en que esos grupos buscan el fin de los tiempos y una nueva creación.
“Imagínese no sólo creer que el mundo está llegando a su fin, sino también querer que suceda. Con ansias. Luego, vayamos un paso más allá e imaginemos a personas con esa mentalidad diseñando la política y las relaciones exteriores estadounidenses para lograr exactamente lo que buscan: el apocalipsis”, dice el crítico Matthew Carey en esa misma publicación.
La base bíblica sobre la que se sostiene esta teogonía está en varios textos e interpretaciones del Antiguo Testamento.
Sectores como los citados se basan en sus lecturas de los textos sagrados para enarbolar su visión extrema del mundo. O en otro sentido, no es el cristianismo ultra el único credo con una visión definitiva y fatal del momento histórico. Durante las últimas décadas la palabra fundamentalismo parece remitir en los medios solo al extremismo musulmán. Yihadistas, talibán, grupos como Al Qaeda, Boko Haram o Daesh son chivos expiatorios fáciles para medios y mandatarios de todo el mundo occidental a la hora de atribuir responsabilidades sobre hechos violentos. Los atentados ya no son obra de “grupos terroristas de izquierda”, genéricamente hablando, como en la segunda mitad del siglo XX.
Así, hay estados descriptos despectivamente como “teocráticos” porque basan la autoridad de su gobierno en el poder de Dios o de un sacerdote que interpreta la voluntad de Dios. El ejemplo que sale de inmediato es Irán, donde si bien hay un sistema político elegido por el voto popular, la palabra del imán tiene un peso determinante porque ejerce el liderazgo espiritual de la nación.
Israel se jacta de ser la única democracia realmente existente en el Medio Oriente. Pero en julio de 2018 el Knsset (Parlamento) aprobó una polémica ley que declara al Estado de Israel como “la nación-estado del pueblo judío, en el que éste ejerce su derecho natural, religioso e histórico a la autodeterminación”. Y agrega que ese derecho a la autodeterminación es “exclusivo del pueblo judío”.
Eso no es todo. La Biblia, para los colonos israelíes, que no cesan de ocupar tierras fuera de las fronteras previas al año 1967 y cometen tropelías amparados por el estado y sus fuerzas militares, funge de escritura notarial de las parcelas que quieran utilizar para su provecho, desplazando violentamente a los pobladores originarios palestinos que ostentan derechos legítimos.
Para bellum
¿Sería apenas una teoría conspirativa la que lleva a inquietarse ante un Armagedón nuclear? ¿Habrá que creer que son solo bravuconadas propias de películas de terror o teorías de mentes afiebradas?
En diciembre de 1987 y en el marco de los nuevos tiempos que asomaban en la URSS, el líder soviético Mijail Gorbachov firmó con el 40º presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el Tratado INF (Siglas en inglés para Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio) que puso fin a los misiles balísticos y de crucero con un alcance de entre 500 y 5.500 kilómetros.
En abril de 2010 el presidente de Rusia, Dmitri Medvedev y el 44º presidente de EE.UU. firmaron el START III (Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, en inglés) o New START, por el que ambos líderes se comprometieron a reducir su arsenal atómico en dos tercios. En la práctica fue presentado como el broche final a la Guerra Fría.
El 20 de octubre de 2018, el 45º presidente, Donald Trump, anunció que retiraría a su país del Tratado INF tras acusar a Rusia de no haber cumplido fielmente sus términos. Suspendió su participación en febrero de 2019, un día después, Vladimir Putin hizo lo propio. El Tratado perdió vigencia en agosto de 2019. En febrero de 2023 el presidente ruso suspendió la participación de su país en el START III porque “Rusia debe estar preparada para probar armas nucleares si Estados Unidos lo hace primero”.
La Parabellum es una pistola semiautomática diseñada a fines del siglo XIX por el austríaco Georg Luger, de allí que se haya hecho popular bajo el nombre de Luger. Producida desde 1900 por la fábrica alemana de armas Deutsche Waffen und Munitionsfabriken (DWM), fue utilizada por las fuerzas del Reich hasta el 1945. Hoy es un objeto de culto. El nombre original proviene de una sentencia de los tiempos del imperio romano: “Si vis pacem, para bellum”, si quieres la paz, prepárate para la guerra.
A este axioma acudió el presidente francés Emmanuel Macron el 14 de marzo de 2024, a horas del inicio de una nueva elección presidencial en Rusia. «Si Europa quiere la paz, debe prepararse para la guerra», dijo, una frase luego repetida por el presidente del Consejo europeo, Charles Michel. “Francia ya está involucrada y por lo que parece, está dispuesta a estarlo más”, le respondió Putin.
Palabras similares y en igual sintonía se escucharon en los días y semanas siguientes por parte del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg; del alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea, Josep Borrell; del primer ministro polaco, Donald Tusk, y el 20 de agosto, el diario “The New York Times” informó que el presidente Joe Biden había firmado una actualización de la llamada “Guía de empleo nuclear”, que se fija como objetivo “preparar a Estados Unidos para posibles desafíos nucleares coordinados de China, Rusia y Corea del Norte”. El diario agregaba que el documento tiene un nivel de clasificación como ultrasecreto tan alto que “no hay copias electrónicas, solo una pequeña cantidad de copias impresas distribuidas a unos pocos funcionarios de seguridad nacional y comandantes del Pentágono”.
¿Cuántas armas nucleares hay en poder de cada país? Imposible saberlo, porque no hay ya controles y la paranoia es el peor consejero en este tipo de cuestiones. Se sabe que Israel, por ejemplo, tiene armamento de este tipo sin declarar y, por lo tanto, sin verificación externa, lo que resulta grave, habida cuenta de declaraciones como las de Amichai Eliyahu, ministro de Patrimonio del gobierno de Benjamin Netanyahu. En noviembre de 2023, ante una pregunta envenenada del entrevistador de Radio Kol Berama de Jerusalén, no negó que una opción en Gaza sería lanzar una bomba atómica para terminar con toda la población.
Salvo el “pequeño detalle” de que ahora hay armamento atómico, no ocurre nada que no haya sucedido poco antes del asesinato del archiduque Francisco Fernando, el 28 de junio de 1914, como nos recuerda Hobsbawm. Mientras tanto, vayamos a rastrear en ese pasado reciente y no tanto en busca de entender cómo llegamos a esto.
*El autor es periodista y editor especializado en política internacional con una larga trayectoria que incluye su labor en medios como la revista “Acción” y el diario “Tiempo Argentino”. Este texto forma parte de la introducción a un libro que está escribiendo sobre la temática tratada.